Santuario (foto Internet)
Alcancé las inmediaciones del Santuario del Brezo cuando la tarde ya
fenecía y cedía sus “trastos” a la noche, que los acogería gustosa y llevaría
las riendas de la situación hasta el amanecer, donde la nueva mañana se haría
cargo del nuevo día.
A mi llegada, me dio la bienvenida un incesante repicar de campanas
anunciadoras de la fiesta, que se dejaban oír con profusión en todo aquel valle
en el que se asienta el Santuario, en medio de aquel espectacular paisaje de
montaña y a cuya vera corre cantarín un pequeño riachuelo de frescas aguas.
Pernocté en una hospedería aneja al Santuario, junto a otros cuantos
peregrinos más que también habían hecho el camino la víspera, para poder honrar
al día siguiente a la Patrona de aquellos valles en su fiesta. Muy de mañana,
volvieron a repicar con fuerza las campanas dando la bienvenida a los nuevos
romeros que ya comenzaban a acercarse hasta el lugar.
Mi interés al estar presente en aquella romería, aparte de por el gran
cariño que profeso a este Santuario, obedecía sobre todo a un deseo personal de
rememorar aquello, que tenía que ver con mi visita a aquellos entornos cuando
siendo sólo un adolescente recibía formación general y religiosa en un
internado sito en una localidad de las inmediaciones.
El paisaje donde se asienta el Santuario es tan espectacular, rodeado de
montañas todo él y con una carretera de acceso que horada el valle que se abre
al pie de éstas, que ya siendo chavales nos encandiló. Y ahora me apetecía
comprobar el estado de todo aquello, libre ya de cualquier disciplina añadida.
Durante toda aquella mañana no cesaron de repicar las campanas, convocando
a la fiesta de la Patrona de aquellos lugares. Volteo que fue ganando en
intensidad, a la par que en emoción, sobre todo, en el momento culmen de la
procesión de la Virgen del Brezo en andas por los alrededores, en olor de
multitudes como se esperaba. Y luego, en el canto final de la Salve, acompañado
de un incesante ondear de pañuelos al despedirla.
Era tan grande la emoción que, de pronto, comprobé
que eran ya tan sólo dos los pañuelos que ondeaban al aire. Uno era el mío,
pero me extrañó que a mi lado apareciese otro que blandía una joven de larga
cabellera. Nos miramos y comenzamos a reír con ganas. Y es que se daba la feliz coincidencia de
que también ella, cuando adolescente, había estudiado en un internado femenino
de los alrededores, y había acudido hasta allí por similares motivos.
(Publicado en el Periódico "Diario Palentino" el 21/09/2016)
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