Si ya de
por sí, de un tiempo a esta parte el ejercicio de la política de los partidos
políticos en nuestro país se estaba devaluando –y ¡hasta qué límites!-, el
mazazo recibido en nuestra sociedad estos días con motivo de salir a la luz las
agresiones sexuales hacia una mujer –y probablemente hacia varias más-, por
parte de un peso pesado del arco parlamentario de nuestro país, ha sacudido
como un auténtico terremoto hasta los más bajos cimientos de la política. Y proveniente, precisamente, de quien en sus
discursos decía erigirse en auténtico adalid de la defensa de las mujeres en
ese terreno.
Porque,
si no eran suficientes los casos atípicos que vienen envolviendo al mundo de la
política en los últimos tiempos –tipo corrupción, privilegios, favoritismos,
descalificaciones personales, etcétera -, que cada día y a cada hora casi no
resulta ser otro el tema que arrasa en nuestro Parlamento, en las tertulias de
los medios de comunicación y en nuestras hogares; así como en las
conversaciones de calle entre amigos y conocidos, salta ahora a la palestra
este escándalo de las agresiones sexuales hacia una mujer por parte de un
político que tenía justamente como máxima en su discurso y en el programa de su
partido la defensa y la lucha contra las agresiones sexuales y maltratos hacia
las mujeres en todos los ámbitos de su vida.
El asunto
es para llevarse las manos a la cabeza y echarse a temblar, porque no resulta menor,
ni mucho menos, antes al contrario.
Que ya es
bien triste que el asunto, por su trascendencia se lleve de calle cualquier
pensamiento y discurso en positivo sobre este tema de defensa del feminismo,
cuando luego en el aspecto personal no se obra en esa misma dirección, sino
todo lo contrario. Como para creerse y
seguir según qué discursos…
No sé,
pero a veces, ante tanto desaguisado y tan intrincado mundo de la política como
el que estamos viviendo, dan ganas hasta de tirar la toalla y decir aquello de “que
gobiernen otros…”.
Porque la
cuerda no parece se pueda estirar ya más, de lo retorcida que está.